El quinto siervo by Kenneth Wishnia

El quinto siervo by Kenneth Wishnia

autor:Kenneth Wishnia [Wishnia, Kenneth]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2010-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 21

El penique de cobre rebotó en el empedrado con un tintineo metálico, inequívoco, y fue a aterrizar en el lodo que cubría el camino por el que avanzábamos. Alcé la vista, siguiendo a la inversa la trayectoria de la moneda, hasta su origen, donde una banda de soldados rasos nos observaba, esbozando una media sonrisa.

Era uno de esos días grises en que todos los colores se ven mortecinos y apagados, y en los que se diría que la sangre se hubiera retirado de los rostros de la gente.

—Recogedla, judíos —dijeron.

Yo decidí no detenerme, seguir caminando con la vista fija en la Calle Real, pero al ver que una niña recogía el fertl-pfennig del barro, lo limpiaba y nos lo ofrecía, el rabino Loew actuó como si la moneda hubiera caído del cielo.

—El cielo es muy generoso, amigos —declaró—. Pues quién habría dicho que esta monedita bastaría para proporcionar el pan diario a doce niños, por lo menos. Alabado sea el Señor.

Al menos el penique no había ido a parar sobre una de las-humeantes pilas de excremento que obturaban las cloacas cercanas a la Plaza Pequeña. A juzgar por las grandes salpicaduras que ensuciaban los adoquines, parecía que la mitad de todos los gentiles vaciaban sus orinales por las ventanas.

Seguimos al carruaje del emperador por la Vía del Rey que, a nuestras espaldas, se extendía cien millas. La gente corriente se apartaba del camino y observaba, boquiabierta, alargando mucho el cuello para ver mejor al personaje celebre que, según creían, viajaba en el interior del vehículo dorado.

Por eso mismo casi nadie nos prestaba la menor atención en nuestra silenciosa invasión de su territorio. A mí aquellas calles me resultaban desconocidas, y no podía evitar maravillarme con los sofisticados carteles de las casas, desde las rejas de remates dorados que se alzaban junto a la Puerta Sur hasta los cisnes blancos y las arpas plateadas que podían apreciarse en las inmediaciones del puente de piedra.

La entrada a éste quedaba defendida por una torre cuadrada de arco ojival, lo bastante ancho para que el tráfico se moviera en ambos sentidos simultáneamente. Sobre el arco se sucedían dos hileras de escudos, adornados con las águilas y los leones de rigor, presididas por un trío de estatuas —dos reyes y un santo situado entre ellos, más arriba—, que sostenían sendos orbes rematados con cruces en la mano izquierda, y cetros dorados en la derecha.

Bajo el arco había apostados varios centinelas que recaudaban peajes, tasas y demás cobros. Al ver los distintivos que nos identificaban como judíos, dedujeron que debíamos de ser mercaderes influyentes, e intentaron cobrarnos un tálero a cada uno por cruzar el puente. Se rieron sin disimulo cuando les contamos que éramos tres humildes judíos que acudían a ver al keyser, y siguieron haciéndolo hasta que intervino el lacayo real, que descendió de su atalaya y les ordenó que nos eximieran del impuesto de entrada.

Los centinelas se vieron obligados a obedecer, pero se vengaron de nosotros deteniendo el tráfico que corría en



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